jueves, 10 de julio de 2014

De aquí o de allá


  
Que la imbecilidad humana no tiene límites, no es nada nuevo. Y que la malicia sólo es superada por la estupidez, tampoco. Uno trata de ser comprensivo. Pero la verdad, cansa. Que se esté a favor o en contra de alguien por su nacionalidad, sexo, edad, o cualquier otra circunstancia externa e inmanejable, me parece TAN, pero TAN idiota, que la paciencia se me acaba. Nadie elige dónde nacerá, ni cuál será su sexo, ni cuántos años cumplirá… Entre otras muchas, muchas cosas que no elegimos. Y las generalizaciones son el colmo de la idiotez. Decir: “los judíos”, “los palestinos”, “los brasileros”, “los argentinos”, “los chilenos”, y atacar o defender a unos o a otros –por las cuestiones que fueren- como colectivos, me resulta cuando menos incomprensible. Para mí, no hay diferencia entre un mexicano y un nepalí. Sí la hay entre una buena persona o un hijo de puta. Y ya sabemos, hijos de puta hay en todos los bandos… Independientemente de su bandera. Como tampoco me gusta decir “El país X apoya al país Z”, sólo porque el gobierno de cada país transe de acuerdo a conveniencias. Estos días escuché mucho aquello de que “sin la ayuda de Chile, hubiéramos perdido las Malvinas”. No fue Chile, fue el GOBIERNO de Chile de entonces (Pinochet). También leí de amigos venezolanos “Argentina apoya a Maduro”, y no, es el GOBIERNO argentino (CFK) quien lo hace. No hay que confundir NUNCA gente con gobiernos, buenas personas con malas personas, gente normal con un grupo de imbéciles. No debería ser necesario recordarlo, pero lo es. Claro, habrá quienes estén de acuerdo con el gobierno de su país, pero también habrá quien no. Siempre he detestado el facilismo idiota de meter a todos en la misma bolsa. Eso no se contradice con el hecho de que quiera Argentina más que a otros lugares, porque vivo aquí y he tenido la suerte de conocerla mucho. Pero sé que se aprende a querer otras tierras tanto o más que a la de nacimiento (lo he visto con mi padre, que quiere a este país más que al suyo), porque nada es definitivo. Ni siquiera sabemos con certeza si la muerte lo es.
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