Alexander Graham Bell (nacido en Edimburgo, Escocia, Reino Unido, el 3 de marzo de 1847 y fallecido en Beinn Bhreagh, Canadá, 2 de agosto de 1922) fue un científico, inventor y logopeda británico. Contribuyó al desarrollo de las telecomunicaciones y la tecnología de la aviación. Su padre, abuelo y hermano estuvieron asociados con el trabajo en locución y discurso (su madre y su esposa eran sordas), lo que influyó profundamente en el trabajo de Bell, su investigación en la escucha y el habla. Esto le movió a experimentar con aparatos para el oído. Sus investigaciones le llevaron a intentar conseguir la patente del teléfono en América, obteniéndola en 1876, aunque el aparato ya había sido desarrollado anteriormente por Antonio Meucci, siendo éste reconocido como su inventor el 11 de junio de 2002.
Alexander Graham Bell
Muchos otros inventos marcaron la vida de Bell; entre ellos, la construcción del hidroala y los estudios en aeronáutica. En 1888, Alexander Graham Bell fue uno de los fundadores de la National Geographic Society. Además, el 7 de enero de 1898, asumió la presidencia de dicha institución, y un día como hoy, de ese mismo año, nació la Revista National Geographic, una de mis favoritas, y de las más prestigiosas del mundo.
A modo de FELIZ CUMPLEAÑOS, comparto con los lectores de La Guarida el artículo que sigue, que, aunque un poco largo, no tiene desperdicio. Y nos sirve para reflexionar sobre muchas cosas. Espero lo disfruten tanto como yo.
BAJO ESTRÉS
(Por Robert Sapolsky, para National Geographic)
Si estás leyendo esta revista, lo más probable es que no tengas lepra o desnutrición ni debas interrumpir la lectura cada 10 minutos para correr al baño a causa de una disentería. Y seguramente tampoco tienes parásitos hepáticos del tamaño de un puño. De hecho, es muy factible que vivas varias décadas mientras tu cuerpo se degrada progresivamente. Los seres humanos occidentalizados gozamos del privilegio de llevar una vida bastante satisfactoria y larga antes de morir de enfermedades ocasionadas por la acumulación de daños, como cardiopatías, diabetes, cáncer y apoplejía.
El tiempo que vivimos depende, en buena medida, de una lotería biológica. ¿Tu hígado procesa bien el colesterol? ¿Tu páncreas secreta suficiente insulina? Tu salud también podría depender de otras interrogantes aún más peculiares. ¿Comes más cuando sientes que no te quieren? ¿Crees tener el control de tu vida? ¿Cómo se desempeñan las personas que comparten tu condición social?
Todas estas preguntas tienen que ver con la forma como enfrentamos el estrés, tema de investigación en el que he invertido 30 años y cuya revelación más importante, tanto en el laboratorio como en mi trabajo de campo con papiones de África oriental, es que las repercusiones del estrés en la salud no estriban exclusivamente en la respuesta de nuestras células y órganos, sino en la forma como nuestra psique hace frente a las circunstancias de la vida: tal vez un jefe tiránico en el lugar de trabajo o, como es más común en la actualidad, la falta de un lugar de trabajo. En última instancia, trátese de un papión de la sabana o de un trabajador desempleado, el estrés se determina, en buena parte, por la forma como encajamos en la sociedad o, mejor dicho, por el lugar que creemos ocupar en la sociedad.
Cómo matar de hambre a un león
Empecemos por definir el término estrés. El cuerpo trabaja constantemente para mantener su equilibrio en un estado idóneo de temperatura, presión sanguínea, niveles de glucosa circulante que usa como energía, etcétera. Un agente estresante es cualquier factor que rompa ese equilibrio. Supongamos que fueras una cebra de la sabana: en tal caso, un agente estresante sería un león rasguñándote, literalmente, los talones. Para escapar necesitas, antes que nada, energía instantánea para impulsar tus músculos y, por ello, un aspecto importante de la “respuesta al estrés” es la producción de una hormona llamada epinefrina (también conocida como adrenalina), la cual transforma de inmediato la energía almacenada en compuestos circulantes más simples: ácidos grasos y glucosa. También aumentan tu frecuencia cardiaca y respiratoria, así como tu presión sanguínea. Si la energía llega a tus músculos en dos segundos en vez de tres es más factible que sobrevivas. Al mismo tiempo, las hormonas del estrés, en especial unas denominadas glucocorticoides, entran en tu cerebro y agudizan los sentidos y mejoran ciertos aspectos del lenguaje y la memoria. Estás más alerta y te concentras mejor.
La respuesta al estrés también interrumpe actividades que podrían desperdiciar la energía almacenada. Se inhibe la digestión, proceso lento y costoso desde el punto de vista fisiológico, lo cual tiene lógica porque, en vez de usar la energía para digerir el desayuno, mejor la aprovechamos para no convertirnos en almuerzo; tampoco es momento de preocuparnos por conseguir algo para almorzar, entonces también se suprime el apetito. Asimismo se inhiben procesos como el crecimiento y la regeneración de tejidos, por no hablar de la reproducción: es evidente que no es momento de ovular, producir espermatozoides o emprender el proyecto de desarrollar la cornamenta mientras se escapa de un depredador. Por otra parte, no hay mejor momento para prepararse a reparar posibles lesiones y, así, tus defensas inmunitarias contra infecciones se disponen a entrar en acción. Unas células sanguíneas denominadas plaquetas se vuelven pegajosas para que, al adherirse unas con otras, formen coágulos que interrumpan la hemorragia de una herida. Por último, el cerebro recibe una descarga de dopamina, sustancia relacionada con el placer que ayuda a amortiguar el dolor.
Pocos tenemos que preocuparnos de ser perseguidos por un depredador, aunque en ocasiones debamos esquivar algún auto a gran velocidad o mantenernos desesperadamente alertas mientras conducimos a casa durante una tormenta de nieve. El problema estriba en que tendemos a activar la respuesta al estrés no sólo cuando pasamos por una crisis a corto plazo, sino también cuando, por ejemplo, estamos atascados en el tráfico y nos asalta la angustia de los impuestos, o bien cuando realizamos actividades cognitivamente sofisticadas, como sufrir por un trauma del pasado remoto o pensar en la muerte que finalmente nos dará alcance en el futuro. Somos tan inteligentes que incluso activamos la respuesta al estrés al mirar una película de horror.
El estrés causa muchas complicaciones adicionales.
Pero si activamos crónicamente la respuesta al estrés, a la larga nuestra salud paga las consecuencias. Empecemos con el sistema cardiovascular. Si la presión sanguínea se eleva varias veces, la turbulencia de esas oleadas de sangre ocasionará daños microscópicos en las paredes de los vasos sanguíneos. Gracias a ello, la grasa, la glucosa y el colesterol movilizados por la respuesta metabólica al estrés tienen mayores posibilidades de adherirse a la pared dañada. ¿Y recuerdas esas plaquetas que se vuelven pegajosas para formar coágulos? Pues ahora complican el problema pegándose al sitio dañado. Todos estos efectos incrementan la probabilidad de formar placas arterioscleróticas, remedio infalible para desarrollar enfermedades cardiovasculares.
¿Qué hay del cerebro? Mientras las hormonas del estrés aumentan el estado de alerta en las primeras etapas de respuesta, un estrés importante y prolongado puede tener el efecto contrario. Te vuelves más propenso a la ansiedad debido a los glucocorticoides que dilatan las neuronas en la amígdala, región cerebral responsable del temor y la angustia. También se debilitan las neuronas en el hipocampo, parte del encéfalo que interviene en el aprendizaje y la memoria, y en la corteza frontal, región crucial para el raciocinio. El resultado es que se afecta nuestra capacidad para aprender y tomar decisiones. Además, también se agotan las concentraciones de dopamina en la región cerebral relacionada con la recompensa, volviéndonos más susceptibles a la depresión.
Si se aplica repetidas veces, la lógica de la respuesta al estrés (“no te molestes en arreglar las cosas ahora, déjalas para después”) puede traducirse en la imposibilidad de revertir el daño de la bacteria responsable de las úlceras gástricas, Helicobacter pylori. En el caso de las mujeres, la supresión continua de la función reproductora puede alterar la ovulación y hacer que un óvulo fecundado tenga dificultades para implantarse, mientras que los hombres pueden experimentar una disminución en los niveles de testosterona, la cuenta espermática y la firmeza de la erección.
El sobrepeso lo empeora todo
Pero podría ser peor. Si por casualidad tienes sobrepeso y poca actividad (combinación muy común en la vida occidentalizada), el estrés crónico puede ocasionar que las células de grasa se vuelvan resistentes a los efectos de la insulina, provocando un exceso orgiástico de grasa y glucosa circulantes que, a su vez, precipitan toda suerte de daños en los vasos sanguíneos y elevan el riesgo de desarrollar diabetes del adulto. Y aunque de inicio el estrés estimula al máximo el sistema inmunitario, con el tiempo actúa suprimiendo la respuesta inmunológica. Diversos estudios han demostrado, de manera consistente, que el estrés puede precipitar brotes de herpes e incrementar el riesgo de contraer enfermedades como resfriado común y mononucleosis, incluso reducir la función inmunológica de pacientes con sida.
Sin embargo, sólo ha podido establecerse una tenue relación entre el estrés y el cáncer. Al fin, una buena noticia.
No todas las psiques son iguales
Analicemos estos ejemplos: hablar en público no me perturba en absoluto (de hecho, me resulta muy vigorizante), pero la idea de actuar en un escenario me hace trizas los nervios. Disfruto de escalar grandes alturas, pero el buceo con tanque me pone a temblar. Y aunque me tranquilizo interpretando una obra para piano lenta, que invite a la reflexión, me moriría de aburrimiento y ansiedad si tratase de meditar. Sin lugar a dudas, muchos lectores tendrán el perfil contrario. Un embotellamiento de tráfico, un libro de suspenso, el impulso de charlar con un desconocido atractivo… ¿Por qué estas situaciones son fuente de estrés psicológico para unos y no para otros?
Empecemos por estudiar las condiciones psicológicas que dan origen a una experiencia estresante con el clásico experimento del sujeto que se encuentra sentado a solas en una habitación. De vez en cuando, le asalta un sonido agudo y tan intenso que eleva su presión sanguínea. Mientras, en otra habitación, hay un segundo sujeto expuesto al mismo ruido que ha recibido la indicación de presionar repetidamente un botón para disminuir la probabilidad de que ocurra el sonido. En realidad, el botón no sirve para nada, pero el individuo no deja de presionarlo, pensando: “No quiero ni imaginar las veces que tendría que oír ese maldito ruido si no estuviera apretando esta cosa”. Dicho de otra manera, tiene una sensación de control. ¿Y adivina qué? Su presión no se eleva. Incluso si ni siquiera se molesta en oprimir el botón, la certidumbre de tenerlo a mano, por si acaso, basta para reducir su presión arterial.
No todas las psiques son iguales, afortunadamente
Modifiquemos el ambiente experimental. De nueva cuenta tenemos dos voluntarios sometidos a un ataque de ruidos aleatorios, pero ahora, en vez de presionar un botón, uno de los sujetos recibe una advertencia: cinco segundos antes de la descarga de sonido se encenderá una luz. A diferencia de su colega del otro cuarto, esta persona sabe que debe prepararse para oír el ruido o cubrirse los oídos con las manos y, en consecuencia, su presión arterial no aumenta cuando llega el estímulo. Es el mismo razonamiento que todos utilizamos cuando, entre pausas de la fresadora, preguntamos al dentista cuánto más debemos aguantar. En suma, la situación se vuelve menos estresante si tenemos “información predictiva”.
Por el contrario, si queremos infundir estrés en la vida de otros (digamos, una rata de laboratorio), sólo hace falta modificar una situación que se creía previsible. Por ejemplo, entrena una rata para que presione 25 veces una palanca y reciba una bolita de alimento y luego deja de darle la recompensa. La rata seguirá presionando la palanca 25 veces y luego 25 más, pero sin resultados. El animal se sentirá frustrado y esto elevará su presión sanguínea. Sin embargo, si damos a la rata un medio para desahogar esa frustración, como una barra de madera para roer, la presión arterial no se elevará mucho. Mejor aún: introduce otra rata más pequeña en la jaula y lo más factible es que el animal frustrado muerda al recién llegado reduciendo así su respuesta al estrés. Muchas veces he observado una conducta similar en los papiones de la sabana y es muy posible que usted haya visto a una persona con autoridad “haciendo papilla” a un subordinado para aliviar su estrés. Parece que, lamentablemente, la mejor manera de evitar una úlcera es provocársela al prójimo.
Ahora bien, tener a un subordinado del cual abusar no es tan beneficioso como recurrir a un amigo. Un papión hembra que sufre la pérdida de su cría experimenta una respuesta al estrés más ligera si, luego del incidente, busca la compañía de otras hembras para acicalarse. El efecto es aún más pronunciado cuando la madre interactúa con un pequeño grupo de parientes y amigos (sí, es un término aceptable en el campo de la primatología). Lo mismo sucede con los humanos. En pequeña escala, si exponemos a un voluntario a un estresante leve como hablar en público, su presión sanguínea no se elevará tanto si hay un amigo presente; en gran escala, la tasa de mortalidad secundaria de gran variedad de enfermedades infecciosas se eleva en proporción directa con el grado de aislamiento social del individuo.
En pocas palabras, nos estresamos mucho menos cuando creemos que las circunstancias son controlables y previsibles y disponemos de un vehículo para desahogar la frustración o contamos con apoyo emocional. ¿Por qué, entonces, hay personas que creen tener el control y otras no, estando en igualdad de circunstancias? ¿Por qué algunos aprovechamos el apoyo social potencial en momentos de estrés, en tanto que otros ahuyentan a cuantos los rodean?
Es allí donde entran en juego las diferencias de personalidad y temperamento, y no sólo en los humanos. En los National Institutes of Health, Stephen Suomi estudiaba una población de monos rhesus en la que cerca de 20 % de los individuos eran “grandes reactores”, es decir, monos inusualmente tímidos y retraídos que se angustiaban frente a situaciones nuevas y tendían a deprimirse al separarse de un ser querido. Entre los papiones salvajes que componen mi población de estudio también hay individuos que perciben la fosa de agua medio vacía o medio llena. Al ver un rival dormido en el extremo más apartado del campo, un macho dominante puede enloquecer como si lo tuviera enfrente, porque no entiende que un papión lejano y dormido es una amenaza mínima y previsible. Es obvio que este macho alfa tendrá continuamente activada la respuesta al estrés y, en consecuencia, sus niveles de hormona del estrés estarán elevados de manera crónica, lo mismo que su presión arterial.
Huelga decir que ese papión tiene una contraparte en los humanos, la famosa personalidad tipo A, la cual interpreta cualquier acontecimiento como prueba de que vive en un mundo hostil. Este tipo de personalidad conlleva un riesgo importante de enfermedad cardiovascular, en tanto que dos de nuestros trastornos psiquiátricos más frecuentes, ansiedad y depresión, también se relacionan con respuestas excesivas al estrés y al riesgo asociado de enfermedad. Las personas ansiosas se creen rodeadas de agentes estresantes que no pueden controlar y tienden a estar en constante vigilancia aun cuando no existan amenazas reales. En el caso de la depresión, el individuo es incapaz de percibir o aprovechar la información predictiva, los mecanismos de defensa y el apoyo social.
Lo anterior nos lleva a cuestionar por qué algunos tendemos más que otros a la ansiedad y la depresión. Es indudable que, en cierta medida, los genes influyen. Por ejemplo, Stephen Suomi ha demostrado que las crías de mono rhesus tienen una probabilidad significativa de compartir ciertos rasgos de personalidad con sus padres machos, aun cuando estos no sean miembros del grupo social de las crías. Por otra parte, Suomi comprobó que los monos jóvenes con rasgos de la personalidad de gran reactor pierden esas características cuando son criados por madres sustitutas inusualmente atentas, así que también debemos dar crédito a la intervención de factores ambientales.
Otra demostración de la interacción de genes y ambiente procede de un reciente estudio en torno al estrés y la depresión en adultos jóvenes, a cargo de Avshalom Caspi, de la Universidad de Duke. Se sabe que la depresión deriva de niveles anormales de un neurotransmisor llamado serotonina. Un individuo puede tener una de las dos versiones de un gen que regula la cantidad que llega a las neuronas, y una de las versiones suele observarse con más frecuencia que la otra en personas deprimidas. ¿Debemos concluir que quienes tienen la primera versión están destinados a la depresión? De ninguna manera. Caspi demostró que la presencia del gen eleva el riesgo de depresión sólo con antecedentes de exposición repetida a agentes estresantes importantes, como maltrato infantil. Es por eso que la variación del gen no causa depresión, aunque influye en la susceptibilidad del individuo a un ambiente estresante.
En conclusión, aunque no hay duda de que el estrés causa daños en nuestros cuerpos, es nuestra psique la que determina cuáles de los desafíos que encaramos van a repercutir en nuestro organismo. Y así como no podemos entender la biología del estrés sin entender al individuo, es imposible entender al individuo sin tomar en cuenta la sociedad donde transcurre su existencia.
Primates ricos y pobres
Si puedes elegir, no renazcas como papión de bajo rango. En ese sistema social, jerárquico y violento, la vida de un subordinado está repleta de estrés. Los individuos de bajo rango son perseguidos, atacados y lesionados sólo porque los de un nivel jerárquico superior tuvieron un mal día, y la situación de los machos se exacerba debido a la falta de apoyo social porque, a diferencia de las hembras, inmigran al grupo en la adolescencia y no tienen familiares inmediatos que los apoyen.
Los factores estresantes han dejado huella en la biología de los individuos de bajo rango. Entre los papiones salvajes de mi población de estudio, los subordinados tienen altos niveles de glucocorticoides en estado de reposo y menor capacidad para interrumpir la secreción hormonal una vez concluido el incidente estresante. Sus gónadas dejan de funcionar fácilmente a causa del estrés y tienen una presión sanguínea más alta con bajos niveles del colesterol “bueno”. Sus sistemas inmunológicos se vuelven menos capaces de reparar lesiones y la química cerebral es propensa a la ansiedad. Su mala salud se debe, en gran medida, a las consecuencias psicosociales de su mísera posición en la sociedad de los papiones.
La pobreza genera estrés...
Por supuesto, las estructuras sociales humanas son mucho más complejas. Más que uno solo, tenemos varios rangos en las distintas jerarquías, así que valoramos aquéllas en las que somos más exitosos (mi trabajo es insignificante, pero los domingos soy capitán del equipo de softball), recurrimos a estándares internos para revalorizar el rango externo (¿Saqué 7 en un examen? ¡Estupendo! ¡Creí que sería 6!) y otros instrumentos de compensación. Sin embargo, nacemos en un sistema de rangos con una capacidad abrumadora para provocar estrés. Si quieres saber cómo es la vida de un primate subordinado, te invito a ser un humano pobre en la sociedad occidentalizada.
La pobreza está plagada de estresantes físicos: ondas de calor asesinas en asentamientos sofocantes, caminatas cuesta arriba con los víveres porque el autobús llegó tarde, el arduo trabajo manual. También impera una desproporcionada cantidad de estrés psicológico, como la falta de control, lo imprevisible de otra búsqueda de empleo, la incertidumbre de sufrir o no un asalto al caminar de vuelta a casa en tu peligroso barrio. Hay menos mecanismos para hacer frente al estrés: los pobres no pueden pedir un permiso laboral sin goce de sueldo para elucidar qué esperan de la vida, ni pueden disipar tensiones en el gimnasio. Por último, la imagen de una familia pobre, pero unida y alentadora, es más la excepción que la regla, pues el apoyo social se viene abajo cuando todos tienen que desempeñar tres empleos.
Entonces, ¿la pobreza va de la mano con la mala salud? Por supuesto. El problema estriba en el gradiente de salud que abarca la totalidad del escalafón socioeconómico: partiendo del nivel superior hacia el más bajo, la salud y la expectativa de vida empeoran progresivamente. Esta situación fue señalada de manera muy particular en los estudios Whitehall, en los que el investigador Michael Marmot, del University College en Londres, utilizó gran variedad de parámetros para demostrar que, en la muy estructurada jerarquía del servicio público británico, la salud empeora gradualmente de arriba hacia abajo. Es imposible explicar este fenómeno argumentando un acceso desigual al tratamiento médico, porque el Reino Unido se cuenta entre las naciones que proporcionan atención médica universal. Y aunque resulta innegable que cuanto más baja es la condición socioeconómica mayor es la probabilidad de fumar y llevar una dieta poco saludable, estos factores de riesgo no son la razón primaria de las diferencias de salud entre ricos y pobres. Buena parte de las estadísticas bien documentadas de la población de Whitehall y otros sujetos de estudio muestra que los factores de riesgo representan sólo cerca de un tercio de la relación entre nivel socioeconómico y salud.
El motor principal de este gradiente es el estrés. Y no sólo el de ser pobre, sino el de “sentirse” pobre. En un estudio, Nancy Adler, de la Universidad de California en San Francisco, mostró a sus voluntarios la imagen de una escalera de 10 peldaños y pidió que, comparándose con otras personas, indicaran el nivel que creían ocupar. Esta evaluación subjetiva de la condición social fue un pronosticador de salud bueno o incluso mejor que el nivel objetivo de ingreso. En un análisis más reciente, Adler ha demostrado que “sentirse relativamente pobre” conlleva tanto una evaluación de la situación personal como un sentimiento de seguridad financiera, y todo se trata del control y la previsibilidad. Así, podemos ir más lejos y afirmar que la pobreza es más estresante cuando está rodeada de abundancia. Con independencia del nivel absoluto de ingreso, cuanto mayor es la desigualdad del ingreso en una sociedad, peor es el gradiente de salud. En sociedades más igualitarias, como la canadiense y la escandinava, el gradiente de salud entre los niveles socioeconómicos más alto y más bajo es mucho menos marcado. Nada es más corrosivo que estar rodeados de recordatorios de que la vida no nos trata tan bien como a otros. La mala salud no es sólo cuestión de sentirnos pobres, sino de que nos hagan sentir pobres.
¿Qué podemos hacer?
A estas alturas, sin duda estarás ansioso por leer alguna buena noticia. Y hay muchas. Primero, ten en cuenta que el objetivo de entender el estrés no es evitarlo a toda costa. Una emoción de intensidad y duración adecuadas (un recorrido en la montaña rusa, una película de horror, un feroz oponente de ajedrez al que quizá puedas vencer) libera dopamina en las vías cerebrales del placer. Es una sensación agradable. Ese buen estrés es lo que conocemos como estimulación y hasta pagamos por experimentarlo.
También hay formas de contrarrestar los efectos adversos del estrés crónico: con vacunas y fármacos en el nivel biológico y, en el personal, con técnicas de control, como meditación, oración, ejercicio, psicoterapia, pasatiempos y ocasiones sociales. Algunas de estas estrategias suprimen directamente la respuesta del cuerpo al estrés; por ejemplo, la respiración pausada y profunda de la meditación reduce la liberación de hormonas del estrés, mientras que el ejercicio regular disminuye los niveles de dichas hormonas en estado de reposo. Otras actividades contribuyen elevando el sentimiento de control y previsibilidad, como sucede con numerosas prácticas religiosas que proporcionan respuestas a lo absolutamente inexplicable. Y el ámbito social también puede aportar muchos beneficios, incluido el caso muy particular de sentirnos necesarios cuando ayudamos a otros.
Es poco probable que nos sintamos amenazados por un león...
Otra buena noticia se remonta a nuestros orígenes. No sólo es improbable que los lectores de esta revista sufran de disentería, sino que también es poco probable que pierdan sus viviendas, padezcan hambruna o se vean amenazados por leones. Mientras lidiamos con embotellamientos, fechas de entrega, hipotecas e inversiones fallidas, vale la pena recordar que todo es parte del mundo que hemos construido; son agentes estresantes incomprensibles para cualquier ñu o incluso para algunos humanos. Así como somos lo bastante inteligentes para inventar preocupaciones, ambiciones y celos –y lo suficientemente tontos para caer en sus trampas–, todos tenemos el potencial de ser lo bastante sabios para darles la perspectiva correcta.
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